Unos amigos y compañeros de trabajo me invitaron a cenar. Ya habían pasado dos semanas después de mi cumpleaños, pero habíamos tenido tanto trajín en la oficina, que fuimos postergando la salida.
Decidimos ir a un lugar bien agradable en el que hay
variedad de platos, desde deliciosas ensaladas y sopas, hasta los irresistibles
y pecaminosos postres.
Cuando llegamos recuerdo que enfoqué mi atención en una
pareja y un niño. El señor bastante mayor,
ella muy joven y elegante y el niño bastaaaante inquieto.
Nos ubicamos como a dos mesas de ellos, pero en una zona en la que hay sillas empotradas. La mesa de al lado estaba desocupada. De pronto empecé a sentir pisadas muy cerca. Volteé y el niño estaba brincando y caminando a lo largo de la silla empotrada. Le dije bajito que no debía caminar allí, que era para sentarse. Ni siquiera me escuchó.
El chico no se quedó quieto un solo instante, recorría
el área, tocaba las cosas de las mesas, rodaba las sillas y volvía a caminar
sobre la silla.
Ya habíamos terminado de cenar y la charla estaba tan
amena que no nos queríamos ir, se pasó el rato y entonces nos decidimos por un
postre. Ordenamos dos postres grandes y
seis cucharas! (eso antes daba pena, ya no… primero la dieta –ji ji-).
En ese momento estaba sentada de tal forma que casi le
daba la espalda a la pareja y al niño, así que no me di cuenta de sus
movimientos, cuando lo siento sobre mi espalda. Volteo, miro a la pareja y
estaban embelesados en su romance. Ni antes ni en ese momento se habían
interesado en lo que estaba haciendo el niño. Me levanté molesta, tomé
al niño del brazo y pregunté en tono alto (pero decente) y con cara de mucha
incomodidad: ¿De quién es este niño?
Creo que les dañé el rato, pero la chica se levantó, jaló al niño, no lo regañó, no pidió
disculpas y se lo llevó con fuerza. El
señor tampoco pronunció una sola palabra.
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