sábado, 27 de septiembre de 2014

Carlos Vives... siempre vale la pena esperarlo


Por uno me movilicé al Madison Square Garden, por el otro me moví hasta el cansancio. Ahora se presentarán juntos. Foto tomada de la página oficial de Gilberto Santa Rosa.

No recuerdo la fecha exacta, ni el año, pero creo que fue por allá por el 2004.

En la emisora La Mega de New York, empezaron a anunciar un gran concierto en el que iban a estar más de diez cantantes reconocidos, pero quien me movió el piso fue Gilberto Santa Rosa, el caballero de la salsa, porque nunca lo había visto en vivo.

Por esa época había estado pegada la canción Que alguien me diga. La escuchaba camino al trabajo y de regreso a casa, porque la programaban todos los días a las mismas horas.  Por esos días conducía el carro de una amiga a la que le daba miedo manejar y cuadrábamos para que yo la llevara a su trabajo y yo seguía mi rumbo.

Me aprendí la canción rápido y mientras conducía, la cantaba mejor que en el baño (je) y a todo pulmón… al fin y al cabo la bulla no le incomodaba a nadie.

Pues bien, era la oportunidad para ver a uno de mis cantantes favoritos y por fin entrar al Madison Square Garden a apreciar su imponencia. Decidí no decirle a nadie, comprar las boletas y después buscar acompañante.  La primera persona en quien pensé fue en mi primo Yudex, quien vivía en New Jersey, pero no podía.  Luego invité a un amigo barranquillero que vivía en Suffolk pero trabajaba a esa hora. Llamé a una amiga barranquillera, le dejé el mensaje y lo escuchó muy tarde (desde ese día ya revisa los mensajes de voz con más frecuencia).

Llegó el día del concierto y no tenía acompañante.  De pronto se me ocurrió preguntarle a mi jefa.  Awilda es dominicana y como decimos en Barranquilla, siempre está lista pa´las que sea. Me dijo que sí enseguida.

Mientras me cambiaba sintonicé la emisora y escuché cuando confirmaron que Gilberto Santa Rosa no estaría en el concierto.  No voy a decir lo que expresé en voz alta, porque fue muy grosero.  “!Es que por él compré las boletas!”… esta frase sí se puede escribir aquí.

Reconozco que me la pasé lamentando la ausencia de el caballero de la salsa. Ese día pasaron por el escenario Brenda K Starr, Monchy y Alexandra, Toño Rosario (que casi me desmayo cuando le vi el pelo amarillo y las trenzas), unos chicos que no recuerdo cómo se llamaban, pero sonaban mucho en esa estación de radio. Me sorprendí al darme cuenta que me sabía las canciones de la mayoría.

Y de pronto anunciaron a Víctor Manuelle y se armó el desorden: Bailé, canté, grité porras y como todas las que me rodeaban, hice una gran bulla cuando el hombre se quitó la chaqueta y dejó los brazotes al descubierto.

Ahí empezó una disfonía. “Uy, me tengo que cuidar” pensé y recordé aquellos nódulos en las cuerdas vocales que me asustaron en una época.

Para beneficio mío y mal suyo, entró al escenario el pobre de Elvis Crespo.  Y digo “pobre” porque después del agite que le precedió, la gente (me incluyo) estaba cansada de gritar, brincar y cantar las canciones de todos. Pocos se movían. ¡Dios, ese hombre no lograba llegarle al público!  Sentí mucho pesar y me levanté a aplaudir.  Una boricua que estaba al lado me miró como diciendo: “No me mires, que yo no me voy a levantar”.

Elvis Crespo estaba bastante pasado de peso en esa época y en el intento de animar al público se tiró a la zona VIP, corrió entre la gente y hasta dijo: “Ánimo, que esto no es un sepelio”… pero no lo logró.  Su regreso al escenario fue de película. Tuvieron que empujarlo por el trasero para que terminara de subir. Para ser honesta, sufrí con esa presentación.

Tampoco recuerdo qué artista siguió a Crespo, pero sí tengo claros todos los detalles de quien cerró el concierto: ¡Carlos Vives!

Cuando ese hombre apareció en el escenario con esos shorts de jean desflecados y con su guitarra al revés a mí se me olvidaron disfonía, nódulos en las cuerdas vocales y cansancio. Grité, salté y saqué tiempo para observar la reacción de la gente.  Lo miraban con ternura, con admiración, no dejaban de cantar a todo pulmón.

Fue una noche increíble y salí orgullosa del Madison porque a ese colombiano bello lo quería todo mundo y porque aunque le apagaron las luces a las 12 de la noche (regla del lugar que todo mundo conocía) la gente siguió cantando y el concierto cerró con un verdadero broche de oro.


Tenemos tremendo artista y lo mejor es que sigue siendo el mismo.  La fama no lo ha cambiado ni un tris o como dirían mis amigos dominicanos: ni un chin.

Por cierto, sigo sin ver en vivo a Gilberto Santa Rosa.

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